viernes, 18 de septiembre de 2015

La tentación que no cesa

Incapaz de mantener el pico de forma más allá de unas pocas semanas, me he vuelto a dejar llevar por mi inclinación natural hacia la flojera. Es el enemigo que llevo dentro, una sombra que siempre acecha. Ni en los días de gloria de Anglirus y Arimegortas. Ni en las rachas triunfales de rodillo. Nunca desaparece del todo; es la tentación que no cesa.
Cómic de Blueberry, manta y Cola Cao con galletas. ¿Para qué
levantarse de la cama a hacer el indio? (imagen: Dargaud)

La vagancia me persigue implacable; y por más que corra, por más que me entrene, sé que más pronto o más tarde me ha de alcanzar. Puedo tratar de engañarme. Jugar a ser deportista. Buscar motivación en gestas ajenas. Pero uno es lo que es; y lamentablemente yo llevo escrito en los genes el gusto por la pasividad.

No es que esta querencia al sofá, la lata de cerveza y los docurealitys de televisión me inhabilite de forma absoluta para darle al pedal y defenderme con cierto decoro sobre la BH. De hecho, y amparado en el anonimato de este blog marginal, me atreveré a decir que --a escala globera-- me tengo por un escalador bastante decentillo.

Lo que ocurre es que, a diferencia del cicloturista tipo –o por lo menos, de la idea que me hago yo del mismo-- , para mí la bicicleta no es una necesidad natural. Me lo paso bien y tal; pero para ser franco, he de reconocer que la mayor parte de las veces, preferiría quedarme en la cama leyendo un tebeo de Blueberry, que levantarme a las siete de la mañana a pasar frío y hacer el indio subiendo cuestas de cabras.

¿Y por qué coño lo hago, entonces? ¿Acaso será fruto de un masoquismo reprimido? ¿Y si en realidad soy un ultrafondista en potencia y mis capacidades están aún por explotar? ¿O simplemente será que soy tonto del culo?

Podría reflexionar y pensar profundamente en ello; rebuscar en lo más hondo de mi alma tratando de discernir la verdad. ¿Pero para qué? Eso no va a cambiar la triste realidad de una mediocre temporada cicloturista y de la falta de expectativas para los próximos meses.

Tal y como están las cosas, igual voy a lo fácil y me compro una bici nueva. Seguro que una inyección de euforia consumista vendría bien a mi alicaído espíritu. Aunque, ¿no entraría esto en contradicción con la filosofía precaria de mi existencia globera? Pues no sé.
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miércoles, 22 de julio de 2015

Fracaso pirenáico

Kilómetros recorridos: cero. Desnivel acumulado: cero. Litros de gasolina malgastados: 45 (más o menos). Euros dilapidados: pongamos que 80. Impresionante balance el de mi última (y fallida) expedición ciclista a los Pirineos. El ridículo fue absoluto; aunque acostumbrado ya a que mis planes deportivos fracasen uno tras otro, la cosa no me cogió por sorpresa y asumí el revés con preocupante indiferencia. Al final, uno se deja llevar por donde la vida le lleva, y acaba incluso resignándose a la rutina de la frustración.

Típico ejemplar de campista profesional. Su pericia le
permite prescindir de posavasos. (desmotivaciones.es)

El caso es que mi programada estancia de tres días en Otxagabia (Navarra) para rememorar pasadas gestas globeras en los colosos del Pirineo occidental se torno en una visita relámpago al camping de Osate. Apenas instalado en el bungalow tras más de tres horas de viaje --el inevitable despiste con el GPS prolongó la duración del trayecto desde Vitoria--, un contratiempo familiar me obligó a marcharme por donde había llegado. Mis explicaciones al encargado de la recepción no me libraron de una penalización de veinte euros por la reserva, aunque al menos no me cobraron los 43 euros de tarifa diaria oficial por la ocupación de la cabaña.  

Al final, el viaje se redujo a un pelearse y volverse a pelear con el portabicis; a un ir y volver con el Megane; a una frustrante experiencia en la que el decaimiento y la apatía arrasaron toda ilusión. No hubo escaladas agónicas a Bagargi ni Larrau. No hubo tortura en Errozate. No hubo dolor y sufrimiento sobre el asfalto. Ni aventura; ni diversión. Sólo sordo vacío, claudicación y desgana.

Sombrías reflexiones al margen, la brevísima estancia en el camping me permitió disfrutar de las habituales estampas de estos recintos, en los que el espíritu aventurero convive con el dominguerismo. La minitienda del montañero pugna por su espacio vital con la gigantesca carpa, la tumbona y la nevera portátil del aficionado a la barbacoa, en un contraste que se repite con los vehículos aparcados en el campamento. Abundan las autocaravanas de lujo, con sus antenas parabólicas; pero también los utilitarios o las furgonetas acondicionadas para la vida campestre.

Lo que se salía de lo habitual era un viejo camión Pegaso aparcado en una parcela del campamento. Preparado como autocaravana todoterreno, era un cacharro espectacular, que no desentonaría entre los engendros mecánicos que pueblan el universo de Mad Max. En serio lo digo, el Pegaso parecía perfectamente preparado para desenvolverse con soltura entre las ruinas y desiertos de ese mundo posapocalíptico de gasolina, demencia y aniquilación de El guerrero de la carretera. Aunque me cuesta, refrenaré mis impulsos y no abundaré en el tema, pues la cuestión esta de los monstruos de cuatro ruedas y las pesadillas nucleares ya ha sido objeto de numerosos --excesivos, seguramente-- comentarios en este blog o en el extinto Dandochepazos


El Pegaso del camping era más o menos así. Iba a hacerle una
foto, pero fui dejándolo y al final pasó lo que pasó. (el4x4.com)
En Osate me topé con ejemplares típicos de la fauna deportivo-campista, como una cicloturista con apariencia de prejubilada con un maillot de la Quebrantahuesos. Otro ejemplo de este submundo con el que me crucé en la cafetería del camping fue un joven con pinta de corredor de montaña (ya saben, trail runner). Este también lucía camiseta de una prueba deportiva, aunque en este caso la serigrafía incluía un clásica proclama 'abertzale' que, dada la conflictividad del asunto y visto como se las gastan con los comentarios de algunos en la red, me abstendré de citar aquí.

Este chaval fue uno de los parroquianos junto a los que presencié, en el bar del camping, el final de la etapa del Tour que acabó en La Pierre Saint Martin. Sí, esa en la que el molinillo de Froome alcanzó cotas suprahumanas y, salvo sorpresa en forma de chuletón enriquecido o contaminación por EPO vía Espítitu Santo, dejó la carrera sentenciada, sin emoción, en modo sopor. O sea, como casi siempre en el Tour. Uno, que gusta de ir atrancado y abusando de desarrollo, no puede por menos que admirar esa capacidad del famélico ciclista para mover las bielas cual turbohélice. No sé cómo hará para no vomitar el corazón en el intento, aunque --vista la trayectoria de casi todos los campeones ciclistas de los últimos años-- me hago una idea.

No dio para mucho más mi expedición ciclista a los Pirineos. Bueno, sí; para que al regresar a Vitoria volviera a liarme con el GPS y casi me estampara con otro coche al tratar de coger una salida de la autovía en el último momento.
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domingo, 12 de julio de 2015

Regreso y confesión. Un registro limitado


Al final, ya casi perdida toda esperanza, me ha dado por volver a escribir algo. También por volver a andar en bici, algo. Aprovechemos este destello de energía y añadamos un nuevo capítulo a este intermitente anecdotario sobre cicloturismo de perfil bajo.

Barracones y Land Rover: hermosa pieza del 'Agro Art'
decadente y un clásico de Cicloturismo Precario.
El capítulo, en el que el lector no encontrará rastro alguno de épica, es el relato de una reciente salida hacia Carranza –ahora, Karrantza--. La ruta era fácil, porque ni mis fuerzas ni el estado del neumático trasero –cuya vida útil estaba estirando más allá de lo razonable-- permitían muchas alegrías con los desniveles o el kilometraje. No, nada de rampas hormigonadas con pendientes de doble dígito, ni de puertos de gran calibre; no fuera que mi exiguo vigor o la ajada cubierta de la BH me dejaran tirado en las soledades del occidente vizcaíno.

El recorrido se limitó a un paseo en bicicleta con el Alto de la Escritapor ambas vertientes--, Lanzas Agudas y La Tejera como discretos hitos altimétricos. Ni sé cuántos kilómetros fueron –pocos, en todo caso--. El desnivel acumulado sí que lo sé –al menos de forma aproximada--, porque he consultado los perfiles de las subidas en Altimetrias.net. Parece que fueron unos mil metros, más o menos; aunque con pendientes llevaderas en su mayor parte.

Sin gestas ciclistas ni agonías de globero que reseñar, habrá que echar mano de cualquier detalle de la ruta para poder cubrir el expediente, y --cual reporterillo local estira el chicle de la irrelevancia informativa-- rellenar unas cuantas líneas más en este regreso al activismo bloguero. Se me viene a la mente un pabellón abandonado y a medio construir con el que me topé en mitad de un valle de montaña. Y también un viejo Land Rover aparcado junto a una chabola, entre chatarras varias y oxidados utensilios rurales. Como tengo fijación por estas cosas, tampoco puedo dejar de reseñar el Simca 1.200 que, camino a Lanzas Agudas, observé bajo el cobertizo de algún pueblerino.
Los descampados y caminos vecinales eran el hábitat natural de
esta obra cumbre de la ingeniería  automovilística. (forocoches.com)

Y aquí es donde me detengo para dedicar unas líneas a este cochecillo por el que, a saber por qué razón, siempre he sentido una cierta simpatía. Era el Simca 1.200 –al parecer, una versión del modelo 1.000, el de la canción de Los Inhumanos--un vehículo de uso frecuente en los ambientes de la Bizkaia rural –al menos en la que yo conocía-- de hace un cuarto de siglo o así. Por aquella época ya era un coche bastante antiguo, así que se utilizaba como vehículo de batalla para todo tipo de trabajos sucios: principalmente, el transporte de fardos, utensilios de labranza y perros pulgosos. También creo recordar haberlo visto emplear en tareas menos ingratas, como para el traslado de lugareños a las verbenas de pueblo: esos aquelarres alcohólicos en los que el trasiego de vino peleón y los pasodobles conforman una nebulosa de pesadilla en las mentes de los parroquianos.


Pero veo que lo he vuelto a hacer, y que lo que iba a ser una crónica ciclista se ha convertido en un dislate sobre barracones perdidos, coches oxidados, alcohol y miseria. Estaría bien tener un registro menos limitado y poder escribir sobre otras cosas. Pero no me sale.
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sábado, 30 de agosto de 2014

Volata y nueva Pedalier. 'Postureo' pseudointelectual

"Es una suerte de evento vivencial en el que muchos actores sociales están implicados". "Todo fluye armónicamente ordenado". "Es una metáfora de textos reposados". "Habla de un amor, el de Deolinda Correa y su esposo Baudillo Bustos"... Sin palabras me quedo al leer algunos de los contenidos de Volata y la nueva Pedalier, o al repasar lo que sobre ellas se dice en determinados ámbitos. Digo esto porque se supone que se trata de dos revistas de ciclismo/cicloturismo, aunque dado el cariz de los --escasos-- textos que he podido ojear antes de huir espantado, parece que nos encontramos ante un extraño cruce entre el Marca y Jot Down, esa cultural magazine tan molona y no apta para garrulos como el que escribe.
La nueva Pedalier nos relata los amores
de Deolinda. ¿En serio? Pues sí, en serio.

Un infumable ejercicio de pedantería; eso es lo que me parecen estas dos revistas. Me permito la licencia de decir esto sin haberlas leído a fondo, algo que no tengo intención alguna de hacer porque para eso tendría que comprarlas. Y como ambas tienen un precio a la altura de sus ambiciosas pretensiones --por la nueva Pedalier te cascan 6.95 euros, y para que te envíen la Volata a casa hay que aflojar diez--, pues no seré yo el que pase por caja. Lo que sí he hecho es ojear la Pedalier en el quiosco --que conste que con el permiso del tendero-- y leer los textos incluidos en su web. En el caso de Volata, me he tenido que conformar con los contenidos incluidos en su página de internet, porque de momento sólo está disponible en puntos de venta de unas pocas ciudades.

CRÍTICA SIN RIGOR

Pero como esto no es más que un cutre blog de cicloturismo, no creo hallarme sujeto a las exigencias de rigor y exhaustividad inherentes a toda crítica periodística. Es por eso por lo que me considero en el derecho a expresar mi opinión a partir del limitado conocimiento que sobre estas revistas me han proporcionado los mencionados métodos de acercamiento a sus contenidos.
Volata nos habla de "eventos
vivenciales" y de cosas en ese plan.

En serio lo digo, creo que no hay por dónde coger algunos de los artículos de estas revistas. En ellos, la bicicleta, el cicloturismo o el ciclista no aparecen por ninguna parte, salvo en alguna foto efectista o como mera excusa a partir de la cual el redactor articula sus desbarres. Todo da una impresión de intelectualismo postizo, como las disertaciones de Jorge Valdano, cuyo pose metafísico le valió el acertado calificativo de 'rapsoda' por parte de Jose María Garcia, 'El Butano'. Pero eso es todo: erudición fingida, filosofía de todo a cien; porque debajo de esa grandilocuencia, enseguida queda al descubierto que todo es de cartón-piedra. No sé, al menos eso es lo que me parece a mí.

Por si fuera poco, ambas revistas despiden también un tufillo cool o modernillo que, personalmente, me da bastante grima. Debe ser que soy un rancio, pero ¿a mí qué me importa que Igor Antón se vaya de excursión con un 'Dos Caballos'? ¿O que no sé qué ciclistas del Garmin toquen y canten el Sweet home Alabama? Me parece muy bien, pero si eso ya me compraré la Coches Clásicos o los grandes éxitos de Lynyrd Skynyrd, porque en una revista de ciclismo yo me esperaba encontrar otra cosa.

Visto lo visto, al final me quedo con la Bicisport o la antigua Pedalier, ahora rebautizada como Ziklo, que aunque tampoco son una maravilla --de hecho, ya me despaché a gusto contra ellas en un artículo anterior--, al menos te informan sobre bicicletas y altimetrías. Para chapas y postureo psudointelectual, bastante tengo ya con mis tabarras de borracho.

*Nota del autor: Si resulta que un estudio más exhaustivo de las publicaciones objeto de análisis desmiente todo lo dicho en este artículo, pues entonces olviden mis comentarios y no duden en suscribirse a Pedalier y Volata; sus editores lo agradecerán.


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sábado, 23 de agosto de 2014

Avería mortal

   Con aquella barba, la mirada hosca y su harapienta indumentaria, la facha de aquel lugareño invitaba a cualquier cosa menos a dirigirle la palabra. Allí plantado, en el umbral de la cochambrosa casona, despedía un hedor nauseabundo, y parecía sumido en un profundo estupor. El rústico individuo tenía todas las trazas de un atrapado mental, víctima quizá de los rigores de una vida de solitario alcoholismo o --quién sabe-- tal vez de una genética envenenada por generaciones y generaciones de endogamia y aislamiento.

   A la vista del simiesco personaje, no pude por menos que recelar de sus intenciones. Si algo había aprendido en mis maratones de cine gore, era que lejos de constituir un remanso de tranquilidad, el mundo rural adquiere con demasiada frecuencia tintes de bestialidad. Las enseñanzas de La Matanza de Texas, Las Colinas tienen ojos y otros joyas cinematográficas de horror rural eran claras: no te fíes de los pueblerinos, que a poco que puedan te parten la columna de un azadazo. Con tales masacres fílmicas como único referente antropológico sobre los habitantes del agro, era lógico que no las tuviera todas conmigo respecto a semejante bruto.
El mal vino y la endogamia llevan a
la degeneración y el embrutecimiento. 

   Pero eran aquellos unos tiempos difíciles, en los que el cicloturista tenía que apañarse sin cuadros de carbono ni piñones de 32 dientes. Y en esa lejana época, además de derrengarnos sobre pesadas monturas de acero    --una vieja Orbea Altube, en mi caso--, los globeros estábamos abocados a quedarnos tirados en cualquier cuneta al mínimo percance. Porque en aquella inhóspita era, sin smartphones ni GPS, uno estaba vendido en caso de avería o extravío. Sobre todo si --como era el caso-- te encontrabas en una pista perdida en mitad de la nada, entre bosques de maleza, chabolas y vertederos clandestinos. De modo que con la cadena de mi bicicleta partida, y sin herramientas con los que acometer la reparación, no me quedaba otra que superar mis miedos e implorar al aldeano.

   —Oye, no tendrá usted un teléfono para llamar a mi padre; es que se me ha jodido la bici.

   Por toda respuesta, el morador de aquel tenebroso caserío señaló con el dedo hacia el interior del inmueble, donde una bombilla colgada de un cable brillaba al fondo de un pasillo. Giré la cabeza y eché una ojeada a la Orbea, que yacía --inútil-- sobre la pista de cemento que pasaba junto al edificio. Resignado, di un paso al frente y me adentré en lo desconocido.

ESPANTOS PRIMIGENIOS

   Precedido por mi desaliñado anfitrión, avancé por el pasillo. A cada nuevo paso, la madera del suelo crujía de forma preocupante, y en más de una ocasión, tuve que rodear los agujeros que se abrían en la podrida tarima. Aquellos abismos de oscuridad, en los que apenas se adivinaba la estancia inferior de la casa, se parecían demasiado a los pozos de espantos primigenios de los relatos de Lovecraft. ¿Qué horribles horrores se escondían allá abajo? ¿No acecharían en semejante tiniebla horrendas criaturas y seres informes? Aquello, ciertamente, no parecía muy probable; aunque la realidad más prosaica podía resultar tan peligrosa o más que todas esas paparruchas literarias. Después de todo, no hacía falta de un engendro preternatural para liquidar a uno; bastaba con caerse por uno de aquellos boquetes y con ensartarse en una estaca, rastrillo o en cualquiera de esos objetos punzantes tan del gusto de todo labriego.

Hazme caso, chaval; te conviene llevar un
tronchacadenas en la bici. (reciclone.blogspot.com)
   Sorteado el último agujero del pasillo, llegamos por fin a la habitación iluminada. Se trataba de una especie de sala de estar, aunque en ella no había lugar a las comodidades propias de este tipo de estancias. Un sillón con los muelles asomando entre la tapicería y un televisor instalado sobre unas cajas de cerveza eran las únicas concesiones al confort que había allí.

   —¿Y el teléfono? —pregunté, dándome la vuelta en dirección a mi interlocutor.

   Éste tampoco se dignó contestarme en esta ocasión, y se limitó a hacer un gesto con la cabeza, apuntando hacia un rincón del cuarto. En aquel ángulo, sobre el carcomido entarimado, había una trampilla de madera. La portezuela, que apenas se elevaba unos centímetros sobre el nivel del suelo, estaba cerrada con un pestillo oxidado.

   No había que ser ninguna lumbrera ni un experto en películas de montañeses homicidas para ver que algo no marchaba bien. ¿Cómo demonios iba a haber un teléfono allí abajo? ¡Pero si lo más seguro es que en aquel sótano no hubiera más que boñigas de vaca y restos herrumbrosos de maquinaria agrícola!

SIN HILO DENTAL

   Con los sentidos en guardia, traté de escrutar el semblante de aquel hombre, en un intento de descifrar qué es lo que bullía en su ofuscada mente. Fue en vano, aquella mascara no reflejaba expresión alguna. La única información que extraje de mi examen fue que debía andar falto de cepillo e hilo dental, porque sus incisivos estaban cubiertos de costrosas placas de suciedad.

   Cual pasmarotes, permanecimos unos instantes el uno frente al otro, inmóviles y expectantes; hasta que el paleto rompió aquella tensa quietud dando un paso al frente. A apenas un palmo de distancia, el fétido aliento de su boca saturaba mis fosas nasales. El pánico hizo presa en mí... Y también la repulsión. Con el corazón desbocado bajo el maillot de poliéster, retrocedí un paso; y luego otro más. El tiempo parecía haberse ralentizado, como una cinta de video pasada en slow motion en el reproductor. Sin apartar la vista de aquel matarife, continué reculando, mientras él respondía a cada uno de mis movimientos con una nueva zancada.

EL CANON DEL BUEN PERTURBADO

   Otro paso más hacia atrás. Y fue el último; porque con un fuerte chasquido, el suelo se vino abajo allí donde acababa de poner el pie. Entre una lluvia de maderas rotas, fui a dar con mis huesos en el nivel inferior de aquel caserón. Dolorido por la caída, levanté la cabeza en dirección al boquete, que se encontraba varios metros por encima. El aldeano me estaba mirando. Unos instantes después, aquel despreciable rostro desapareció. Entonces escuché unos pasos que se dirigían hacia el otro lado de la habitación de arriba, y unos ruidos como de muebles que estaban siendo arrastrados. ¡Aquel enajenado estaba bloqueando la trampilla!

Potente y fiable, la motosierra no ha de faltar en
el arsenal de todo demente que se precie.
   Espantado, miré en todas direcciones en busca de una vía de escape. La situación era desesperada; si no hacía algo pronto, aquel salvaje no tardaría en aparecer con cualquier horrible artilugio con el que hacerme picadillo. ¿Qué sería en esta ocasión? ¿Una motosierra? ¿Una trituradora industrial? Demasiado bien sabía que estos degenerados no se limitan a dispararte un tiro en la sien o a clavarte un puñal en el corazón. Demasiado fácil, demasiado soso. No, la recua de matarifes agrarios que en los últimos años habían desfilado por los cabezales de mi VHS había dejado demasiado claro que las cosas había que hacerlas en condiciones. El canon del buen perturbado exigía colgarte en un gancho para que te desangres como un puerco, entre chillidos y chorros de hemoglobina, o seccionarte los miembros con un serrucho oxidado. Eso, como mínimo.

   Volví a mirar alrededor, tratando de descubrir una salida o algo con lo que protegerme del inminente ataque, pero la oscuridad sólo me permitía apreciar bultos de formas indeterminadas. Poco a poco, mi vista fue adaptándose a la penumbra, y empecé a distinguir, de forma difusa, las siluetas de algunos objetos. Aunque la agudeza visual nunca ha sido mi fuerte, enseguida fui capaz de identificar lo que en un principio no eran más que masas indefinidas: un manillar curvo por aquí, una pila de tubulares por allá; más lejos, un montón de cuadros; al otro lado, un revoltijo de cascos, botellines y piezas varias...

UN FAN DESENGAÑADO

   No había duda, estaba en el salón de trofeos de aquel maníaco. Sin embargo, aquella selección de reliquias resultaba desconcertante. Zeus, Orbea, BH, GAC... Allí sólo había bicicletas y componentes de bicicletas. ¿Dónde quedaban los automóviles? Porque, según la filmografía existente sobre este tipo de inadaptados, los cobertizos de esta gente suelen estar repletos de coches de turistas y furgonetas de universitarios a los que han dado pasaporte... Eran éstas, según tenía entendido, sus víctimas preferidas, y no los cicloturistas domingueros incapaces de arreglar una avería.

   Algo se me escapaba. ¿Habría juzgado mal a aquel individuo? ¿No sería un mecánico de bicis jubilado al que, llevado por mis prejuicios, había etiquetado sin motivo de carnicero homicida? Puede que así fuera, puede que todo tuviera una explicación razonable. Aunque... ¿Y si se trataba de un antiguo aficionado al ciclismo que, desengañado por la lacra del dopaje, se había propuesto acabar con todo bicicletero que se cruzara en su camino? Sí, sí; me daba a mí que iba a ser aquello; y por la antigüedad de algunos modelos allí almacenados, parecía que aquella cacería llevaba ya años en marcha. ¿A cuántos incautos globeros se había llevado por delante la demencial cruzada anticiclista de aquel desequilibrado?

   Un nuevo alboroto en el piso de arriba interrumpió mis reflexiones. El asesino debía estar revolviendo entre sus enseres, a la busca de algún instrumento adecuado con el que descuartizarme. Espoleado por una reavivada sensación de pánico, empecé a tantear las paredes de aquella estancia para buscar una escapatoria. Pero fue inútil;  aunque el resto del edificio se caía a pedazos, aquel sótano estaba reforzado con sólidas planchas de madera, y los tabiques no presentaban ningún punto débil por el que forzar una salida.

   De pronto, un haz de luz procedente de una esquina del techo penetró en la penumbra. Era la trampilla, que estaba siendo entreabierta por el detestable psicópata. Sin duda, ya habría elegido algún machete o taladro con el que martirizarme y se disponía a iniciar su faena. Unos instantes más tarde, la ominosa estampa de aquel hombre empezó a descender por la escalera situada bajo la trampilla...


SUBCONSCIENTE CRISPADO

   "Eso van a ser los campos magnéticos, Carlos, que no veas como se agarran a la rueda. En serio, Carlos, vas ahí, ahí, pedaleando y sufriendo; y no avanzas, Carlos, no avanzas. Entonces piensas: joe, si este puerto no era tan duro..."

¿Debe usted rellenar horas y horas de retransmisión y no tiene con qué?
 Llámenos, que ya nos las apañamos nosotros (rtve.es)
   Es la voz de Perico Delgado, exponiendo por enésima vez a Carlos de Andrés su teoría de los campos magnéticos. Esa en la que, mitad en broma mitad en serio, ofrece una estrambótica explicación sobre la insospechada dureza de algunas subidas. La disparatada gracieta, repetida una y mil veces en las retransmisiones del Tour y de la Vuelta, siempre me había sacado de mis casillas; y ahora, al parecer, había logrado incluso crispar a mi subconsciente, haciendo que me despertara de aquel sueño infernal.

   Quién iba a decirlo; por una vez en la vida, las sandeces de Perico habían servido para algo más que para rellenar minutos de retransmisión y dar tiempo a que Carlos de Andrés se coma el bocadillo durante las soporíferas jornadas llanas de las grandes vueltas. Al menos en esta ocasión, sus patochadas me habían salvado de las garras de aquel Freddy Krueger de pacotilla... De momento. Porque, ¿qué ocurrirá en la próxima cabezada a la que, inexorablemente, me llevará esta interminable etapa? Por si acaso, habrá que ir metiendo un tronchacadenas en la bolsa de la bici.

*Nota del autor: historia remotamente basada en hechos reales, elaborada a partir de una anécdota paterna 
exagerada a conveniencia.

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jueves, 14 de agosto de 2014

La burbuja 'retrohipster'

   Por circunstancias diversas, últimamente mi vida discurre entre salas de espera de hospital y locales de compraventa de artículos de segunda mano. Las razones de mis asiduas visitas al médico no es cuestión de relatarlas aquí, porque en los últimos meses ya he vertido demasiadas lamentaciones en este blog. Sobre mi afición a deambular por rastros y baratillos también he hablado en alguna ocasión, aunque en este caso no voy a llorar por la pérdida de una ganga en el Cash-Converters –¡qué pena de aquella vieja Peugeot!–, sino que voy a centrarme en el pelotazo que me dispongo a dar a cuenta de un lote de antiguas 'Ciclismo a Fondo' y de unas zapatillas R-100 de los tiempos de Anselmo Fuerte.
Diábolica, sí; pero para el que la use en verano. Ni ventilación,
 ni tejidos técnicos, ni nada: cuero, goma y a sudar 

   Las revistas las compré en una lonja de la red de rastros Reto, dedicada a la rehabilitación de toxicómanos a los que se adiestra para traperear con muebles viejos y chatarras de todo tipo. La lonja en cuestión se encuentra en un polígono industrial desvencijado, que suelo utilizar para eludir el aparcamiento de pago y la 'Zona Azul' cuando me veo obligado a ir al Hospital de Cruces (Bizkaia). Aunque queda un poco lejos del hospital y corres el riesgo de pinchar en cualquier momento con un clavo oxidado o una botella rota, aparcar entre aquellos barracones sale gratis y, además, te permite comprobar qué es lo que se cuece entre las cuatro paredes del solidario mercadillo.

ROCK CRISTIANO

   El lote de 'Ciclismo a Fondo' está formado por doce tomos encuadernados que abarcan desde el año 85 hasta el 94 –creo–. Lo encontré semioculto en la balda de un armario, mientras de los altavoces del rastro salían cánticos cristianos envueltos en una especie de rock sureño. El mozo del local dijo que salía a un euro el tomo, pero limando-limando logré que me dejara los doce volúmenes por diez euros.

   Las zapatillas R-100 las compré en un rastro de Emaus, en Vitoria, por dos euros y medio. Por la tecnología empleada –una cala tipo SPD y una tira de velcro—y el diseño, diría que son de principios de la década de 1990, aunque vete a saber.

Como no tengo escáner y soy un manazas,
el resultado es que la portada se ve malamente.
   Pues bien, mi plan es el siguiente: especular sin medida y aprovecharme de la fiebre vintage que asola nuestra sociedad para sacar tajada de estas reliquias del ciclismo pretérito. Ya me he informado, y por un lote de 'Ciclismo a Fondo' parecido al mío hay quien ha pagado casi 200 euros, mientras que por unas zapatillas de ciclismo antiguas y echas polvo creo recordar que se están pidiendo 15 o 20 euros en Ebay. Debe ser que respirar el aroma a ácaros de una revista vieja o calzarse las mugrientas zapatillas del ganador de las Metas Volantes en la Vuelta a España del 86 es lo más de lo más en la escena retro-ciclo-hipster.

   Sea como fuere, me dispongo a aprovecharme de toda esta tontería. Así, al amparo de Ebay, Todocolección o cualquiera de estas webs en las que lo mismo puedes adquirir los calzoncillos de Torrente, que el diente de oro de una abuela deshauciada, sacaré los cuartos a esos globeros retrofrikis a quienes ahora les ha dado por lucir maillots de lana en pleno agosto y que –si pudieran– no dudarían en sustituir el casco por una visera del Teka. No hay tiempo que perder; he de actuar antes de que estalle la burbuja vintage y de que el valor de mis adquisiciones se esfume como los ahorros de un preferentista.
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